Qué nos enseña la caída de Roma sobre la fragilidad de las superpotencias hoy

La caída de una civilización es un tema que nos fascina. Nos imaginamos hordas de bárbaros arrasando la Ciudad Eterna en un apocalipsis, a disidentes cristianos desestabilizando el régimen desde dentro, o a una élite romana tan sumida en el lujo y el libertinaje que simplemente dejó que su mundo se desmoronara. Pero, ¿cómo fue realmente? La respuesta no es sencilla, pero al explorar las ideas preconcebidas, descubrimos una historia mucho más profunda y compleja sobre la transformación, y no solo la destrucción, de uno de los imperios más grandes de la historia.

Primer Acusado: ¿El Cristianismo Destruyó el Imperio?

Existe una creencia popular, articulada con dureza por filósofos como Friedrich Nietzsche, que acusa al cristianismo de debilitar a Roma. La idea es que, al valorar la humildad y dar prioridad a los "débiles y enfermos", la fe cristiana erosionó los valores romanos de fuerza y conquista. Se nos presenta una imagen de una gran cultura pagana que, al entrar en contacto con el cristianismo, se degradó y desapareció.

Sin embargo, esta visión es demasiado simple. El historiador Edward Gibbon, a menudo citado como un crítico del cristianismo en este contexto, ofrece en realidad un panorama mucho más matizado. Para Gibbon, el cristianismo no fue tanto un veneno como una fuerza con una organización formidable. Él destacaba la "unidad y disciplina de la república cristiana". Irónicamente, en una época en la que el Imperio se había convertido en una burocracia masiva y centralizada bajo un solo gobernante, las comunidades cristianas, con sus obispos, debates y concilios, recordaban más a los ideales de la antigua República Romana que el propio imperio.

Además, la idea de que los cristianos eran una masa de desheredados que derribó a la élite es incorrecta. Figuras prominentes como Cipriano de Cartago, un brillante abogado que eligió servir a la Iglesia, demuestran que el cristianismo atraía a personas de todas las clases sociales. Tampoco es cierto que el emperador Constantino legalizara el cristianismo porque ya era la religión mayoritaria; en su época, los cristianos eran todavía una minoría. Su decisión fue una apuesta política y personal cuyas razones aún se debaten.

Por último, aunque es innegable que hubo actos de intolerancia y destrucción de monumentos paganos por parte de cristianos, la intolerancia no era ajena al mundo antiguo. Los propios romanos persiguieron a los cristianos periódicamente, y grandes pensadores como Platón o Cicerón no defendían la libertad de culto. El cristianismo no fue una fuerza externa, sino un producto de la propia cultura antigua, absorbiendo filosofía estoica y tradiciones judías, y creando una síntesis cultural única que definiría el futuro de Occidente.

Segundo Acusado: Las Hordas Bárbaras

La imagen de los bárbaros como un enemigo monolítico y salvaje es, quizás, el cliché más persistente. La realidad es que Roma y los pueblos germánicos tuvieron una relación larga y compleja. Durante siglos, los bárbaros sirvieron en el ejército romano como tropas auxiliares (las auxilia) o como aliados federados, recibiendo un pago por defender las fronteras del imperio.

Un punto de inflexión clave fue la batalla de Adrianópolis en el 378 d.C., una derrota catastrófica para Roma a manos de los godos. Pero, ¿por qué se rebelaron los godos? No fue una invasión espontánea, sino la consecuencia de una crisis migratoria. Huyendo de la violencia de los hunos, los godos buscaron refugio dentro del Imperio. Roma les permitió entrar, pero la corrupción y la negligencia de los funcionarios romanos locales los llevaron a una situación de hambruna y desesperación. Su rebelión no fue un acto de barbarie, sino una respuesta a la traición y el maltrato. El sistema romano, ahogado en su propia burocracia y corrupción, fue incapaz de gestionar la crisis, convirtiendo a potenciales aliados en enemigos mortales.

El problema no era la falta de talento. Grandes figuras de la época, como el general Estilicón, eran de origen bárbaro pero lucharon ferozmente por la supervivencia de Roma. Estilicón entendía la necesidad de integrar a los guerreros bárbaros, creando campos de entrenamiento e inculcando una lealtad al imperio. Él y el líder godo Alarico se respetaban mutuamente y quizás podrían haber negociado una paz duradera. Pero la degradada cultura política romana volvió a interponerse: el emperador Honorio, sospechando de una conspiración, ordenó ejecutar a Estilicón en el 408 d.C. Roma eliminó a uno de sus defensores más capaces, dejando el camino libre para que Alarico saqueara la ciudad dos años después.

Incluso ese saqueo no fue la destrucción total que imaginamos. Alarico y sus hombres eran cristianos (arrianos, una rama considerada herética, pero cristianos al fin y al cabo) y respetaron los lugares sagrados, perdonando a quienes se refugiaron en las iglesias. Lejos de querer aniquilar Roma, muchos de estos líderes "bárbaros" se veían a sí mismos como parte de su mundo y aspiraban a un lugar dentro de su jerarquía.

Tercer Acusado: La Decadencia y el Libertinaje Romanos

El último mito es el de los propios romanos, que se habrían debilitado por una vida de excesos. Sin embargo, para cuando el Imperio de Occidente se derrumbó, la sociedad romana era muy diferente a la que vemos en las películas. Bajo emperadores como Teodosio el Grande, a finales del siglo IV, el cristianismo se había convertido en la religión del Estado. Se prohibieron los festivales paganos, se cerraron los templos y las luchas de gladiadores cayeron en desuso. La moral que imperaba era de una creciente austeridad cristiana, no de libertinaje.

La verdadera decadencia no era moral, sino sistémica. La corrupción era rampante, la economía estaba en crisis y el aparato burocrático era insostenible. Además, la propia ciudad de Roma había perdido su centralidad. La capital política se había trasladado primero a Milán y luego a Rávena, mientras que Constantinopla se convertía en el verdadero centro del poder imperial. La caída de la ciudad de Roma, aunque simbólica, no significó el fin inmediato de todo el sistema.

Una Caída que fue una Transformación

Entonces, ¿cayó el Imperio romano? La respuesta es sí y no. En el año 476 d.C., el último emperador de Occidente, Rómulo Augústulo, fue depuesto. Pero el jefe germánico que lo hizo, Odoacro, no se coronó a sí mismo. Envió las insignias imperiales a Constantinopla, reconociendo que el Imperio Romano, ahora con su centro en Oriente, continuaba existiendo.

Para la gente de la época, la división entre Oriente y Occidente era administrativa, no una fractura de civilización. Los habitantes del Imperio de Oriente (que llamaríamos Bizancio) se consideraron siempre "romanos". Los nuevos reyes bárbaros de Occidente, como Clodoveo, rey de los francos, ansiaban títulos romanos como el de "cónsul" para legitimar su poder. Décadas después de la "caída", el emperador Justiniano incluso logró reconquistar Italia y partes de Occidente, reuniendo brevemente el imperio.

El legado de Roma nunca desapareció. Se transformó. El latín siguió siendo la lengua de la ciencia y la Iglesia durante mil años. La Iglesia Católica Romana se convirtió en la heredera directa de la estructura administrativa del imperio. Y la idea de Roma —la idea de un orden universal, de la ley y de la civilización— demostró ser inmortal. Desde el Sacro Imperio Romano Germánico hasta los sultanes otomanos que se proclamaron "César de Roma" tras conquistar Constantinopla, e incluso en la arquitectura neoclásica de capitales modernas como Washington D.C., la aspiración de emular la grandeza de Roma sigue viva.

El imperio no fue destruido por una única causa, sino que se desintegró bajo el peso de una crisis multifactorial. Pero de sus cenizas no surgieron "siglos oscuros", sino una síntesis de culturas —romana, cristiana y germánica— que daría forma al mundo que conocemos hoy. Roma no solo cayó; se reinventó en mil formas distintas. En esencia, Roma es una idea. Y, como toda gran idea, es inmortal.

Referencias

  • Heather, P. (2006). The Fall of the Roman Empire: A New History of Rome and the Barbarians. Oxford University Press.
    Esta obra argumenta que la causa principal del colapso de Occidente fue la presión externa sin precedentes de los pueblos bárbaros, especialmente la llegada de los hunos, que desencadenó una serie de migraciones y conflictos que el imperio ya no pudo soportar militarmente ni absorber económicamente. Es fundamental para entender el contexto de la crisis migratoria goda y la batalla de Adrianópolis. (Ver capítulos 4 y 5 sobre los godos y los hunos).
  • Goldsworthy, A. (2009). How Rome Fell: Death of a Superpower. Yale University Press.
    Goldsworthy se centra en la decadencia política interna como el factor decisivo. Sostiene que las recurrentes guerras civiles, la inestabilidad política y la incapacidad de la élite romana para cooperar erosionaron la capacidad del Estado para responder a las amenazas externas. El libro detalla cómo la ejecución de figuras competentes como Estilicón fue un síntoma de esta disfunción política fatal. (Ver Parte III, "The Long Fall", pp. 289-418).
  • Brown, P. (1971). The World of Late Antiquity: AD 150–750. Thames & Hudson.
    Este libro revolucionó el estudio del período, proponiendo verlo no como una era de decadencia, sino como una "Antigüedad Tardía" llena de vitalidad y transformaciones culturales. Brown analiza cómo el cristianismo no destruyó la cultura clásica, sino que se fusionó con ella, creando una nueva civilización. Es clave para comprender la síntesis cultural mencionada en el artículo y superar la narrativa de "cristianismo contra paganismo".
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