La psicoterapia positiva, propuesta por Nossrat Peseschkian en los años sesenta, aterrizó en el mundo hispanohablante con la promesa de integrar oriente y occidente en un mismo marco clínico. Su eje es reconocer que todo individuo dispone de un banco de recursos que puede activar ante la adversidad. Para ello, el terapeuta guía al paciente a explorar cuatro dimensiones vitales: cuerpo/sensación, logros, fantasía/relaciones y trascendencia. Visualizar el balance entre estas áreas permite diagnosticar no solo patologías, sino también olvidos: el ejecutivo exitoso que descuida su vida espiritual, o la madre entregada que posterga metas personales.
Las sesiones suelen iniciar con una anécdota: un proverbio sufí o un cuento de Nasrudín que refleja, por ejemplo, la ironía de buscar soluciones fuera cuando la llave está dentro. Estos relatos sirven como espejos metafóricos y desactivan defensas racionales. Luego, se plantean ejercicios de «micro‑práctica» – breves acciones que el consultante puede implementar en 24 horas, como invitar a un amigo a caminar para nutrir contacto humano o dedicar quince minutos a pintar sin expectativas de resultado.
Estudios de la Universidad de Granada señalan mejoras del 35 % en satisfacción vital tras ocho semanas de intervención, particularmente cuando se combinan registros de gratitud y tareas de generosidad planificada. En equipos sanitarios golpeados por la pandemia, la psicoterapia positiva se utilizó en formato grupal: cada enfermero compartía una fortaleza ajena que admiraba en un colega, generando cohesión y mitigando fatiga por compasión.
A nivel ético, la metodología exige claridad: no se trata de “pensamiento rosa” que niegue dolor, sino de ampliar el foco para incluir historias de superación. El profesional anima al paciente a nombrar emociones difíciles y, paralelamente, a buscar cuadros de resiliencia en su biografía o cultura. Así se evita caer en el positivismo tóxico y se fomenta un optimismo realista.
Los programas de formación en Latinoamérica incluyen módulos de interculturalidad, pues los valores que sustentan las fortalezas varían: la «familia» puede ser núcleo de sentido en México, mientras el «honor» resuena en comunidades andinas. Al concluir el proceso, la persona cuenta con un portafolio de estrategias propias para enfrentar cambios, sustentado en la idea de que lo positivo no es ornamento, sino músculo vital.