La Terapia Familiar Estructural (TFE) aterrizó en Hispanoamérica como una herramienta indispensable para comprender hogares moldeados por migraciones, economías inestables y tradiciones multigeneracionales. Surgida de la mente de Salvador Minuchin, un argentino que emigró a Estados Unidos, la TFE parte de la metáfora de la familia como una arquitectura viva; si las paredes interiores se desmoronan o se levantan muros excesivos, la convivencia se ve comprometida. La terapia busca rediseñar ese ed...
En sesión, el terapeuta adopta un rol directivo: mueve sillas, solicita que hablen quienes suelen callar, insta a los demás a escuchar sin interrumpir. Estas maniobras revelan jerarquías tácitas. Por ejemplo, una abuela que dicta reglas saltándose a los padres indica inversión de poder. La intervención podría consistir en reubicar a la abuela al costado y pedir a los padres que establezcan límites claros, mientras la adolescente practica expresar necesidades sin desacreditar a sus cuidadores.
Conceptos clave son límites y subsistemas. El límite difuso fomenta enredo emocional y falta de individuación; el límite rígido produce aislamiento afectivo. La TFE apunta a fronteras nítidas pero flexibles, donde los subsistemas —conyugal, parental, fraterno— puedan coordinarse. Al equilibrar triangulaciones, se restituye el orden funcional.
Estudios de la Universidad de Chile (2025) mostraron que familias con hijos oposicionistas redujeron en 35 % conductas desafiantes tras diez sesiones de TFE, gracias a la técnica de reencuadre: los padres aprendieron a actuar como equipo frente al síntoma, no como jueces divididos.
La praxis latinoamericana incorpora elementos culturales: se invita a la familia a cocinar un platillo tradicional para observar roles colaborativos; en comunidades rurales, se dibuja un “árbol de fronteras” donde cada rama representa alianzas saludables. El terapeuta también considera la influencia de la familia extensa, típica del mundo hispano.
Formarse en TFE requiere 60 horas de seminario y supervisión en vivo. El resultado es un lente sistémico que transforma la queja individual —“mi hijo es difícil”— en un llamado colectivo: reconstruir la casa emocional donde todos puedan habitar con dignidad.