La terapia de Sandplay se introdujo en Hispanoamérica de la mano de analistas formados por Dora Kalff, discípula de Jung, y se ha convertido en un recurso valioso para quienes encuentran las palabras insuficientes. En una bandeja de arena de dimensiones contenidas, el consultante despliega miniaturas – dragones, casas en ruinas, árboles frondosos – que dialogan entre sí como actores de un sueño despierto. El terapeuta observa en silencio, sosteniendo un “espacio libre y protegido” donde la imaginación toma las riendas.
Este enfoque parte de la hipótesis de que la psique posee una tendencia autorganizada hacia la salud. Al materializar símbolos, se activa una vía de regulación neurobiológica: la textura da sensación tátil calmante, el juego despierta circuitos de dopamina ligados a creatividad y, al mismo tiempo, la contemplación regula amígdala y córtex prefrontal. Investigaciones de la Universidad de Buenos Aires (2024) evidencian descensos significativos en cortisol salival tras sesiones de 45 minutos.
En el trabajo con trauma, Sandplay permite recrear escenas dolorosas desde una distancia segura. Sobrevivientes de violencia pueden colocar figuras de protección – una muralla, un caballero – alrededor de la miniatura que representa el agresor. Este gesto simbólico reactiva sensación de control y reprograma la memoria implícita. En comunidades indígenas del sur de Chile, terapeutas integran piezas de madera tallada por artesanos locales, respetando la cosmovisión mapuche.
No sólo los niños se benefician: adultos en duelos complicados utilizan la arena para “sembrar” semillas que representan nuevos proyectos, acompañados de figuras de animales guía. En contextos educativos, maestros capacitados en Sandplay implementan “rincones de calma” donde estudiantes pueden expresar conflictos sin violencia verbal, reduciendo incidentes disciplinarios en 30 % según datos del Ministerio de Educación peruano.
La formación en Sandplay requiere estudio de arquetipos junguianos, simbolismo intercultural y supervisión de procesos. El terapeuta se cuida de interpretaciones prematuras: cada imagen es preguntada, no etiquetada. Así, el consultante se convierte en autor y testigo de su propio mito personal.
El resultado es una narrativa emergente que integra mente, cuerpo y cultura, recordándonos que incluso el más fino grano de arena puede sostener universos enteros de significado cuando se le concede un lugar.