El biofeedback es una herramienta clínica que convierte señales corporales invisibles en información comprensible y útil. A través de electrodos o cintas que miden la actividad eléctrica muscular, la frecuencia cardiaca o la micro‑sudoración de la piel, el paciente observa en la pantalla cómo su organismo reacciona ante pensamientos, recuerdos o estímulos externos. En vez de suponer «estoy tenso», ve cómo la gráfica del músculo frontal se dispara; en lugar de imaginar si respira profundo, presencia la oscilación real de su diafragma. Esa visualización inmediata funciona como un entrenador: el usuario practica respiración diafragmática, relajación muscular progresiva o imágenes guiadas hasta que la línea vuelve a descender. Con suficientes repeticiones, el cerebro aprende a reproducir la misma respuesta sin el auxilio de la máquina.
La técnica nació en la década de 1960 dentro de la psicofisiología experimental y pronto migró a la medicina del dolor y la psicología clínica. Hoy se emplea para migrañas, colon irritable, bruxismo, trastornos de ansiedad, hipertensión esencial, incontinencia, TDAH y para potenciar el rendimiento de deportistas o músicos que requieren precisión motora. El valor agregado es la sensación de autoeficacia: la persona descubre que su sistema nervioso autónomo es moldeable y que no está condenada a reaccionar por inercia.
Los protocolos suelen abarcar entre ocho y quince sesiones, comienzan con una evaluación basal y finalizan cuando el paciente es capaz de replicar el estado de calma en su vida cotidiana. El procedimiento es indoloro, no farmacológico y compatible con psicoterapia cognitivo‑conductual, meditación mindfulness o fisioterapia. Si bien existen dispositivos domésticos, la supervisión inicial de un profesional cualificado garantiza la calibración adecuada y la interpretación correcta de las métricas. Al integrar biofeedback, el usuario incorpora una competencia: escuchar el propio cuerpo en alta definición y responderle con habilidad.