La Terapia de Interacción Padres‑Hijos (PCIT, por sus siglas en inglés) se introdujo en el mundo hispanohablante como alternativa a programas de crianza tradicionales que enfatizan sólo la norma y la sanción. Su premisa es empoderar a los cuidadores para convertirse en “entrenadores emocionales” que modelan autocontrol y comunicación efectiva. El tratamiento se desarrolla en dos fases. La primera, Interacción Guiada por el Niño, busca reparar el clima relacional mediante atención positiva incondicional: describir el juego, reflejar iniciativas y elogiar conductas cooperativas sin añadir órdenes ni preguntas. Esta lluvia de reforzamiento reconstruye la sensación de valía del menor y reduce conductas oposicionistas.
La fase dos, Interacción Guiada por los Padres, introduce comandos claros y una rutina de consecuencias graduadas. En lugar de castigos físicos, se utilizan tiempos fuera breves y predecibles, seguidos de retorno al contacto positivo. Estudios realizados en la Universidad de Valencia revelan descensos de hasta 60 % en conductas disruptivas después de 14 sesiones, con mantenimiento a seis meses. Los padres informan sentirse más competentes y menos estresados, mientras los maestros perciben mejoras en atención y seguimiento de instrucciones.
Un elemento distintivo del PCIT es la “sala espejo”: los terapeutas observan detrás de un cristal unidireccional y dan indicaciones a través de un auricular. Este formato evita juicios directos y permite correcciones en vivo, algo que manuales de crianza no logran. Además, cada familia lleva un registro de minutos diarios de juego especial, práctica que consolida las habilidades entrenadas durante la semana.
En Latinoamérica se han implementado adaptaciones culturales. En comunidades andinas, los terapeutas integran cuentos tradicionales sobre reciprocidad para explicar el concepto de refuerzo positivo. En barrios urbanos de Ciudad de México se añaden estrategias para manejar hacinamiento domiciliario, como micro‑espacios de juego designados con objetos reciclados. Estas variaciones mantienen intacto el corazón conductual del método, pero lo aterrizan a realidades socioeconómicas diversas.
El compromiso es clave: el éxito del PCIT no depende tanto del temperamento infantil como de la constancia adulta. Cuando los cuidadores asumen la práctica diaria y celebran los logros mínimos —desde un “gracias” espontáneo hasta recoger un juguete sin recordatorio—, la relación se convierte en un círculo virtuoso. Así, PCIT no sólo reduce berrinches; también siembra habilidades de diálogo que acompañarán al niño en la escuela, la adolescencia y la vida adulta.