La terapia narrativa surgió en Hispanoamérica como una respuesta crítica a los enfoques que patologizan la identidad. Su postulado fundamental es que las personas interpretan la realidad a través de relatos, y que estos relatos están moldeados por contextos socioculturales. En una sesión típica, el terapeuta actúa como cartógrafo de historias: pregunta qué capítulos han sido escritos por voces externas —familia, escuela, medios— y cuáles esperan ser contados por el propio protagonista. Al externalizar problemas como la culpa o la ansiedad, el cliente puede observarlos a distancia y desactivar el viejo libreto que los presentaba como verdades absolutas.
Un instrumento distintivo es la “correspondencia narrativa”, donde el terapeuta redacta cartas que resumen descubrimientos y celebra los valores hallados. Estas cartas, lejos de ser simples resúmenes clínicos, funcionan como espejos literarios que devuelven al cliente una imagen digna y potente. Además, se emplean mapas de influencia recíproca: primero se explora cómo el problema invade áreas de la vida, luego se documenta cómo la persona resiste o limita esa invasión. Esta doble mirada revela recursos olvidados, como la solidaridad barrial, la creatividad artística o la memoria ancestral transmitida por abuelas y abuelos.
En Latinoamérica, la terapia narrativa se ha ampliado a proyectos comunitarios de justicia restaurativa. En Colombia, círculos de palabra entre excombatientes y víctimas han permitido reescribir relatos de enemistad como historias de reparación colectiva. En escuelas mexicanas, docentes capacitados fomentan diarios de gratitud y podcasts estudiantiles, donde adolescentes narran micro‑victorias cotidianas frente al acoso escolar. Estos dispositivos muestran que el poder del lenguaje no reside sólo en describir el mundo, sino en crearlo.
La práctica exige normas éticas claras: consentimiento informado, sensibilidad intercultural y reconocimiento de las asimetrías de poder. El terapeuta evita imponer interpretaciones; en cambio, acompaña al cliente en la excavación de significados. Cuando la persona descubre que su identidad es más amplia que cualquier etiqueta diagnóstica, emerge la posibilidad de diseñar el futuro como un autor que decide qué capítulos escribir a continuación. Así, la terapia narrativa se convierte en un arte de reautoría que democratiza la esperanza y fortalece la autonomía.