La Psicología Multicultural surge para cuestionar la universalidad de teorías desarrolladas en laboratorios norteamericanos y para reconocer que la mente humana es inseparable de sus raíces culturales. Propone que los conceptos de «síntoma», «salud» o «familia» se definen de modo diferente según cosmovisiones mayas, mapuches o andaluzas. Por ello, insta a psicólogos a ser traductores interculturales y a co‑crear significados con sus consultantes.
Un pilar teórico es la interseccionalidad: las identidades (raza, género, clase, orientación sexual) se entrecruzan generando posiciones únicas de privilegio o vulnerabilidad. Por ejemplo, una mujer afrodescendiente lesbiana puede experimentar racismo, sexismo y homofobia simultáneamente. El modelo multicultural no añade factores como etiquetas, sino que analiza cómo interactúan produciendo estrés acumulativo.
En las primeras sesiones, el clínico aplica entrevistas culturalmente sensibles: indaga migraciones, rituales, lengua materna, historias de discriminación. Pregunta: «¿Qué significado tiene para tu comunidad sentir tristeza?»; «¿A quién acudes cuando necesitas consejo?». Con esa información, adapta técnicas: en TCC usa refranes («no por mucho madrugar…») para identificar distorsiones; en terapia sistémica convoca a la abuela como figura de autoridad respetada.
Investigación de la Universidad de Chile (2025) halló que integrar canto mapuche «ül» en intervenciones grupales aumentó la adherencia a tratamiento de depresión post‑parto en 40 %. El sonido del kultrun ofreció contención cultural y sentido de pertenencia.
La educación multicultural también llega a la investigación: se exige muestreo inclusivo, traducción transcultural de escalas y análisis de poder. De lo contrario, la ciencia perpetúa sesgos que excluyen a minorías.
En última instancia, la Psicología Multicultural convierte la terapia en acto de justicia social: escucha voces marginalizadas, honra saberes ancestrales y busca sanar no solo al individuo, sino también la trama comunitaria que lo sostiene.