La Psicología Humanista irrumpió en Hispanoamérica como respuesta a modelos que concebían al ser humano como engranaje de estímulos y respuestas o como marioneta de impulsos inconscientes. Bajo el lema «el todo es más que la suma de las partes», propuso rescatar la subjetividad, la libertad y la responsabilidad personal.
En sesión, el terapeuta escucha con curiosidad genuina y comenta: «Siento tu tristeza, ¿cómo la percibes tú?». Este espejo empático activa la conciencia fenomenológica. Estudios de la Universidad de Costa Rica (2024) muestran descenso en la sintomatología cuando se percibe congruencia terapéutica.
La técnica del focusing dirige la atención a una «sensación sentida» y aguarda palabras o imágenes que emergen. En comunidades indígenas, se adapta incorporando rituales y narrativas ancestrales.
La filosofía humanista inspira metodologías educativas como la evaluación formativa, donde el error se entiende como peldaño de aprendizaje.
Al finalizar, la gente aprende a convivir con sus paradojas y a cuidar su coherencia interna. La Psicología Humanista afirma la dignidad de ser humanos, imperfectos y en constante creación de sentido.
Finalmente, la Terapia Imago integra la dimensión transgeneracional: se invita a dibujar un genograma emocional para rastrear creencias de pareja heredadas. Esta mirada permite desactivar lealtades invisibles —como “aguantar todo por la familia”— que sabotean la relación presente. También se recurre a metáforas cinematográficas, donde la pareja escribe un guion alternativo a la escena de conflicto, ensayándolo primero en la imaginación y luego en la vida cotidiana.
Un metaanálisis de la Universidad de Sevilla (2025) concluyó que la práctica sistemática de intenciones de cuidado intencional incrementa la oxitocina plasmática y la percepción de seguridad diádica. Estos hallazgos respaldan la hipótesis de que la intencionalidad consciente, más que la espontaneidad, sostiene la satisfacción a largo plazo.